
Tres lienzos en blanco y todo un museo detrás
Hay obras que exigen que el espectador se detenga, observe y reflexione. Y luego están aquellas que parecen pedir lo contrario: que uno pase deprisa, no vaya a ser que descubra demasiado pronto que no hay nada que descubrir. Tres lienzos en blanco, perfectamente alineados en una sala de museo, pertenecen a esta segunda categoría. No es que oculten un significado profundo; es que lo delegan, muy generosamente, en la buena voluntad del visitante.
Pero ahí están. Y no en cualquier sitio, sino en un museo de prestigio, donde el silencio del blanco adquiere una resonancia solemne que ningún salón doméstico podría otorgar.
Porque si algo ha demostrado el arte contemporáneo es que la autoridad del museo puede convertir el vacío en virtud.
La magia del marco institucional
El funcionamiento es admirable, casi alquímico: se cuelgan tres lienzos sin la más mínima intención pictórica, se encienden unas luces estratégicas, se añade un texto que menciona —cómo no— a Malévich, Rauschenberg y alguna “reflexión sobre los límites de la representación”, y listo. El objeto, que en otro contexto pasaría por preparación de superficie en clase de Bellas Artes, se transforma en pieza de alto rendimiento conceptual.
El visitante, naturalmente, duda. Pero la autoridad del museo le susurra al oído: tranquilo, si está aquí, por algo será.
Cuando la ruptura se convierte en protocolo
El gesto monocromo nació para dinamitar convenciones. Lo que Malévich hizo en 1918 —un cuadrado blanco que por poco hace temblar la pintura occidental— tenía algo de herejía luminosa.
Rauschenberg, medio siglo después, decidió que la nada era una propuesta artística válida, siempre que estuviera adecuadamente enmarcada.
Manzoni convirtió la ausencia de color en un acto casi místico.
Aquello era revolucionario.
Hoy, repetirlo es tan rutinario como copiar al pie de la letra una receta de cocina sin saber muy bien para qué sirven los ingredientes.

El discurso que hace el trabajo pesado
Los lienzos en blanco no hablan. Más bien susurran un eco muy débil que el museo se encarga de amplificar. Por eso cada monocromo viene acompañado de un texto que parece escrito por alguien empeñado en demostrar que la obra posee una densidad conceptual equivalente a la de una tesis doctoral.
Se mencionan palabras como “epistemología”, “liminalidad” o “poética del silencio”. Y uno, agradecido, piensa:
menos mal que alguien está dispuesto a explicar lo que yo, pobre mortal, no pude encontrar en tres metros de blanco.
El valor del nombre propio
El arte conceptual tiene sus ironías: un lienzo blanco puede ser revolucionario, anodino o simplemente decorativo, dependiendo de quién lo firme. La economía del arte se construye sobre esa paradoja deliciosa: la obra no vale por lo que muestra, sino por la historia que arrastra el autor. Un apellido robusto convierte la nada en acontecimiento.
No es una crítica: es una descripción del ecosistema.
Funciona así, y todos lo sabemos.
El peso incómodo de los precedentes
Y, por si fuera poco, cualquier monocromo contemporáneo compite con un panteón de precedentes que ya agotaron el gesto. Ahí están los ya mencionados Malévich, Rauschenberg, Klein, Manzoni, Agnes Martin… Una lista tan contundente que convierte cualquier iteración actual en un ejercicio de déjà vu museístico.
La innovación, en estos casos, no radica en la obra, sino en la habilidad para justificarla.
Qué nos dice entonces un lienzo en blanco en 2025?
Quizá nada nuevo sobre la pintura, pero sí mucho sobre nuestras instituciones culturales.
Dice que seguimos depositando en el museo un poder casi litúrgico para legitimar lo que, fuera de sus paredes, parecería una broma privada entre artistas.
Dice que confiamos más en el discurso que en la obra.
Y, sobre todo, dice que hemos aceptado que el arte no siempre necesita tener algo que mostrar, siempre que tenga mucho que explicar.
Tres lienzos en blanco no son un escándalo: son un síntoma.
Un recordatorio de que, en el arte contemporáneo, la ausencia de imagen puede ser tan solemne como una sinfonía… siempre que alguien nos convenza de que lo es.
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